Hojas húmedas, que marcando mi camino, se agolpan a orillas de recuerdos grises, y aun con nostalgia, comprimen memorias. Cuartos menguantes sugieren un camino, le dan a la timidez consistencia ocre, pero la bestia sin ojos sabe mirar en tinieblas, sabe oler en la noche la angustia de mi nombre. Con el discurso pleno en la garganta, aun puede masticar. No traga, pero mastica. Palabras que completan faltas hacen falta en la fatiga, en el concierto desconcertante de miradas transparentes, que hasta hace siglos decían tanto, pero en segundos ya no dijeron nada. Vacías. Palabras huecas. Y un rocío de necesidades descendió en mi cabeza y callé. La bestia reconoció el silencio y gimió de dolor. Dolor de duelo. El duelo permitido del castigo por el castigado. La marca de la pérdida de quien sabe que va a perder, y el respeto de quien quita, pero entiende del dolor. Las marcas, aun así, también callaron. Porque el murmullo no puede ser eterno, aunque el eco abúlico se mantenga expectante, aunque las marcas calladas sigan calladas pero atentas, con ojos fríos, sin parpadear.
Y así reconocí que la historia había acabado. No meramente por reconocer la sustancia, sino por distinguir la forma de lo que pronto se va a olvidar. Entonces camine. No sé muy bien hacia donde pero el eco de aquellas marcas silenciosas marcaron sin querer, además de cicatrices, una dirección, ni siquiera un camino. El grito de la significación fálica me aseguro que no había agujeros, por lo menos no en lo real. Así que no necesite de dioses y perseguidores, aunque me hubiese gustado alguna bandada de pájaros negros, pero mejor no.
Solo me guié por la sombra de algún falo perdido.
Me encantaría poder decir, tan solo en tres o cuatro líneas, que en ese recorrido descubrí que la miseria no existe, pero no fue justamente eso lo que encontré.
Tan solo me percate de que el camino no existe, tan solo existe el caminante, aunque no estoy seguro. Que aunque la sangre humedeciendo tus pies te invite a parar, simplemente parar es imposible. Y reconocí que el hastío era tan contundente como la muerte, o que incluso eran sinónimos.
Aun cuando no encontré mas que silencios, reconocí voces que caminaban cansadas de seguir mis pasos, y también manos que dibujaban mi camino en carbonillas grises. Hasta llegue a confundir mi vida con la del universo, y casi llegue a convencerme de que no necesitaba dioses porque no había más que yo en el cosmos. Casi yo mismo era un dios.
Pero casi, y “casi” nunca es suficiente.
Así que colmando mi cabeza de casis decide pegar la vuelta. No caminar lo caminado, sino ser un hombre nuevamente, simplemente. Pero ante la nostalgia de lo imposible, me detuve.
Pensé. Pensé. Pensé. Pensé. Pensé. Pensé. Pensé. Pensé. Pensé. Pensé. Pensé. Pensé. Pensé.
Llegue a la conclusión de que nunca había dejado de ser carne que se pudre, ni siquiera había podido ser tragado por ninguna bestia, aunque si masticado quizás por alguna. Y no pensé que estaba mejor, sino que había perdido el tiempo. Como quien descubre la belleza de la noche cuando esta llegando el amanecer, pero por suerte desconoce que solo vivirá un día, lo que hace de su miseria una cuestión tan externa que se vuelve intima. Hasta puede decir que es feliz esperando una noche que nunca llegara, pero por lo menos la espera.
Esa externalidad en mi no hizo ningún rechazo, así que reconocí sin problemas que no había mas noches para mí. Una pena. Pero sabía que no había nada más por esperar, así que me dedique a gozar aunque fuese un instante, pero claro, había tantos instantes para mí, como noches para las mariposas.
En aquel recorrido siniestro algo de alguna legalidad se inscribió. Y negando, denegando, forcluyendo y caminando, recorrí. Y algo de externalidad se aparto. Y algo de lo interior se esfumo. Pero la inconsistencia fue tal que los limites se volvieron humo y un afuera en el adentro, un adentro en el afuera, comenzó a murmurar. Ronronear. Y panteras enormes salieron de mi sien. Mis gritos no opacaron los rugidos, y me quede mudo de tanta necesidad. Aunque el dolor era gigante, la lascivia lo era aun más. Y goce con furia. Euforia. Mis párpados clamaron transparencias y de nada sirvió cerrar los ojos. El dentro y el afuera habían dejado de existir, y en ese momento mis adentros clamaban por salir ¿dónde? Ya no existía donde salir. Pero clamaban por hacerlo. Y clamaban con la desesperación de quien no entiende que pueden dejar de existir dentros y fueras y perderse en una simetría absoluta. Clamaban con necedad (¡necios!).
Con la misma fuerza que me resistí a dejarlos salir, deje de hacerlo. Ahora si, definitivamente, no había limites para mí. Y yo volví a ser parte de todo lo que alguna vez había sido mi contorno. Y tanteé mi asombro, y roce mis nervios contra los nervios del mundo, los nervios de dios. Y ya no había diferencias. Realmente nunca las hubo.
Orugas caminaban en mis pies y mil pájaros enormes (negros) escapaban de mis cabezas. Serpientes emplumadas reptaban en mi columna vertebral. Una fauna de pardos y negruras escapaba de mis bocas, mientras mis cuerpos ardían. Y ya no podía ver que nos pasaba, había perdido nuestros ojos en la estampida.
Así nuevos universos se gestaron en nuestro vientre y nos apresuramos por parir. Contracciones galácticas y ardores de espuma. Profundidad obscura. Acompañaba al fin de mi equivoca realidad, la certeza de un nuevo cosmos, de un cosmos que me pertenecía.
Una vez gestado, una vez parido, me apresure a devorarlo.
El temor de nuevos afueras fue más grande que la necesidad de trascender, y no soportamos que algo osara desafiarnos con vaivenes extraños a nuestro control, y que aun así se dijera nuestro. Desobediencia. Externalidad nueva. Nada hacia necesaria semejante ostentación. Y debimos saciar el hambre, y nuevamente, estampidas blanquecinas mutilaron exteriores.
Nuevas gestaciones anidaron nuestros pies, pero decidimos nunca mas parir.
Entre días y entre noches, nuestros estómagos se inflamaron de novedad, y comenzaron a estallar. Lagunas verdes empapaban mis tobillos, pero no podían evitar que siguiera en pie, sosteniendo el mundo. Atlas onírico soportando el peso de un universo que me pertenece, responsable del movimiento del mar, y dueño de esos ríos verdes que murmuran a mis pies.
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