El elefante estaba ahí, y me miraba fijo a los ojos. Parecía
negar una ocurrencia real, pero la trompa veraz enmarcaba la asunción de un
incuestionable. En cada meneo arqueaba la posibilidad de la duda. No hablar de
elefante, me dijeron, supone la promiscuidad sostenida de argumentar contra la
nada, una evidencia clara de la tozudez de sentido. Pero armonizar el sentido
con la transversalidad del terror implica un juego aritmético, que antes de ser
poco claro es más bien inexistente.
Planteando un argumento consistente que sugiera no terquedad o miedo,
sino precaución y esperanza de mejor resultado, permitimos a la mula patear al
elefante un poquito más pa’ después. Que no se diga que por falta de tesón es
que uno quita lo que quita, más bien que se cuente que por precavido el señor eligió
otro juego y, por supuesto, ganó. Porque si poner el cascabel al gato es
muestra de destreza, pocas veces se habrá intentado acascabelar un paquidermo. Que
de pacifico temperamento se jacta, pero poca ganas tiene uno de escucharlo
protestrar…
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